Recién iniciado el Año Jubilar 2024, los Caminos de la Cruz de Caravaca empiezan a poblarse de piernas inquietas, espaldas cargadas con equipaje, y miradas puestas en la Basílica Santuario; objetivo final de un viaje de fe, búsqueda y encuentro. Los caminos son transitables, unos más duros que otros, pero todos señalizados y en buen estado, con alojamientos, pueblos y villas por los que pasar y descansar, acudir a sus lugares de interés…
Sin embargo, no siempre peregrinar a Caravaca de la Cruz fue tan seguro y relativamente cómodo. Hubo un tiempo pretérito en que echarse a los caminos a peregrinar a un lugar santo suponía poco menos que jugarse el pellejo cada día y cada noche, pues la realidad geográfica y política era bien diferente en aquella época.
“Peregrino, cuídate de los sarracenos en el camino…”
Las primeras indulgencias concedidas por la adoración de la Vera Cruz de Caravaca las encontramos a finales del siglo XIV, otorgadas por Clemente VII (El antipapa de Avignon, ¡casi nada!), por peregrinar a Caravaca en determinados día señalados con festividades religiosas.
Los problemas con los que se topaban los peregrinos eran, por un lado los esperables (caminos abruptos, inclemencias meteorológicas, y tener que dormir al raso muchas veces), y los imponderables (asalto de bandidos, fauna hostil…). Pero principalmente, el mayor peligro que acechaba a los caminantes era la condición de Caravaca como frontera con la Granada musulmana.
El infante don Alfonso, futuro Alfonso X El Sabio, conquista la taifa de Murcia firmando el Tratado de Alcaraz con los herederos del emir Ibn Hud en 1243. Partiendo de ese momento, los límites territoriales del Reino de Murcia van a mutar, quedando nuestra Caravaca en las cercanías de la frontera granadina, a unas leguas de la “terra nullius”, tan peligrosa como impredecible.
Como podremos imaginar, el peregrino que marchaba camino a Caravaca debía andar con mil ojos y desempeñarse bien con su bordón, pues las algaras y razias granadinas eran pan de diario, y a poco que la mala fortuna le golpease y la astucia le fallara, podía acabar cautivo y esclavo de algún sayid, o a bordo de un barco camino a los mercados de personas de Argel. La frontera era un lugar hostigado y tensionado, donde uno podía prosperar practicando el contrabando y las incursiones a poblaciones cercanas a ambos lados de la línea, cobrándose buenos botines; fue la época de los caballeros de cuantía, que no eran nobles pero sí lo bastante adinerados para costearse caballo y armas con los que cabalgar contra los moros y obtener más riqueza. Y en mitad de todo, como es tristemente habitual, las personas corrientes que nada saben de la guerra pero sí la pagan con su sangre.
En tal situación, era importantísimo viajar en grupo, jamás en solitario, pues el grupo es fuerte, y el individuo presa fácil. Y desde luego, confiar en que las Ordenes Militares mantuvieran férrea vigilancia de los caminos. No fue hasta la toma de Granada en 1492 cuando la franja fronteriza comienza a difuminarse, las cabalgadas a disminuir, y finalmente los caminos a hacerse más seguros de recorrer.
“Y al final del camino… la Cruz”
Hoy en día, acabamos nuestra jornada peregrina, acudimos a nuestro alojamiento, tomamos una ducha, un refrigerio, y reposamos los pies. En tiempos antiguos el cariz era bien diferente. Un importante número de fieles llegaba a Caravaca en un estado de salud lamentable, afectados por enfermedades, heridas infectadas, lesiones, o estragos propios de la edad. Para ellos y para los menesterosos, se levantaron los hospitales que se situaban en las entradas a Caravaca, como lo fueron los hospitales de la Concepción y San Juan de Letrán (junto a la iglesia de la Concepción), que hallaban quienes venían del Camino Real de Granada, y el hospital viejo que se encontraba donde hoy se alza la imponente parroquia de El Salvador, cruce de caminos desde Moratalla y Murcia. En estos hospitales se daba atención a los maltrechos peregrinos, cuidados médicos, o consuelo espiritual a quienes se preparaban para encontrarse con Dios.
Los peregrinos que se reponían, eran los que concurrían “…en gran número…” a la capilla de la Vera Cruz de Caravaca en el Castillo, más adelante Santuario, con la esperanza de ver sus esfuerzos y penurias recompensadas, y contemplar la Santísima y Vera Cruz de Caravaca; a mayor fortuna, retocar con ella sus dijes o cruces para llevarlas pendidas del cuello y sentir la protección y bendición del Lignum Crucis.
Peregrinar puede ser un acto de Fe o de contemplación, pero siempre implica sacrificio y esfuerzo físico. Por muy cuesta arriba que se nos haga el Camino y más adversidades que enfrentemos en él, aún debemos recordar que hace 700 años ya se peregrinaba, sin caminos aplanados y sí mucha sandalia; sin comodidades modernas y sí grandes dificultades; y el gran premio era llegar.
Disfrutemos del camino. Creamos en lo extraordinario.