El gigante Tomir, que según la leyenda que creara Manuel Guerrero Torres duerme a las afueras de la ciudad.
Dice la leyenda que en las noches de invierno, era el gigante Tomir el último superviviente de los titanes, el que por creer en el verdadero Dios no quiso marchar con los suyos a escalar el Olimpo, y así salvó su vida, y vino a estas tierras que poblaban por aquel entonces los celtíberos.
Traía el acerado casco de Marte, que él extrajo con sus manos de las mismas entrañas de la tierra; una fuerte lóriga sacada del Mediterráneo y una pesadísima clava hecha del árbol más duro y corpulento de la lejana Atlántida.
Su maravillosa estatura, sus fuerzas de coloso y la intrepidez de su corazón, le hicieron ser el guerrero más temido que jamás tuvo el mundo. Austero por naturaleza, vio con desdén los cachivaches con que pretendían atraérselo los mercaderes fenicios; generoso y magnánimo impidió en estas tierras las crueldades de los cartagineses; partidario de la ciencia del derecho sólo dio facilidades a los romanos para que se establecieran en esta comarca, y enamorado de las bellas artes atrajo a los griegos, a los que trató siempre con agasajo y cariño, dándoles para que se establecieran la margen izquierda del río, el que ellos bautizaron con el nombre de Argos. Esto no obstante, una noche encolerizado, destruyó las populosas ciudades de Lacedemón y Asota, que cobardes habían dejado que profanasen su suelo las plantas de los bárbaros; otro día hizo que los visigodos abjurasen de Arriano; otro día el peso de su clava obligó a los africanos Tarik y Musa a reconocer la independencia de esta comarca.
Y al amparo del gigante y las lecciones de los romanos, se labraron las tierras que dieron abundante cosecha; dirigidos por los árabes canalizaron las aguas que fecundaron las tierras labradas; por recuerdos de los fenicios se explotaron las minas e hicieron florecer a las industrias, y por indicaciones de los helenos se construyeron palacios y estatuas y jardines, por donde pasearon los filósofos y los poetas y en donde vibraron las liras diciendo a las almas poemas de amor.
Pero ocurrió que en una mañana de primavera, vino con la aurora una gentil princesa de ojos negros y de cabellos de oro, acompañada de azafatas, de dueñas y de pajes, y escoltada por unos guerreros negros como el ébano, que cabalgaban sobre elefantes adornados con perlas y ricamente enjaezados con gualdrapas carmesí.
Y la soberbia lóriga del gigante en donde se embotaron los más certeros dardos, fue pasada por la sutil mirada de la bella princesa que vino con la aurora. Y el gigante enamorado siguió a la caravana hasta la costa, en cuyas aguas esperaba un bajel encantado de velas de raso y casco de marfil; y la princesa fingiéndole amores al gigante lo invitó a que partiese con ella a su reino lejano, que era el reino de las flores y de las mariposas y que existía más allá del mar; y el gigante partió; mas cuando el bajel de las velas de raso y el casco de marfil navegaba en la inmensidad de la mar encrespada y yendo a pararse a una aldea de la costa de donde partieron (Águilas se llamó desde aquel día aquel poblado de la antigua Deitania) y después la princesa en virtud de un conjuro, hizo que atacaran a la gentil nave unos monstruos marinos hasta hacerla zozobrar; pero el vigoroso gigante, convencido de la traición de la que era objeto, apresó a la princesa, y con el agua al pecho, esforzado y valiente hizo frente a los monstruos con su lóriga y con su clava; y el gigante venció; más mientras esto ocurría se entraron los moros en nuestra ciudad como lobos hambrientos y saquearon sus palacios y destruyeron sus jardines y estatuas, y ayudados por los genios la rodearon de tan altas torres, de tan recias murallas y de tan hondos fosos que se creyeron invencibles.
Y el gigante volvió; y la desleal princesa de los ojos negros y de los cabellos de oro fue sepultada viva bajo el «Álamo Blanco» desde donde en las noches de San Juan, al filo de las doce aún perciben sus ayes y lamentos los oídos de los verdaderamente enamorados.
Y después de encerrada la princesa el gigante miró a su ciudad; y al verla rugió; y a su rugido se estremecieron los montes, y se desplomaron las torres, y se derrumbaron las murallas, y tras un recio batallar que duró cinco siglos, fue vencida para siempre la raza desleal.
Desde entonces, cubierto de sudor y de tierra el gigante encantado duerme frente al poniente de la ciudad.
En la tierra que lo cubre brotaron los breñales; sobre su inmenso cuerpo aún pastan los ganados e hicieron sus cabañas los pastores; por sus recias perneras aullaron los mastines a los lobos, y entre los lambrequines de su casco anidaron las águilas caudales. En los atardeceres, desde el Camino del Huerto ven la silueta del gigante los ojos de los románticos y de los idealistas; el gigante encantado duerme, y dicen las crónicas de unos astrólogos agoreros, que cuando las trampas de guerra de un ejército invasor suenen por la vega de la ciudad, el mágico coloso sacudirá la tierra que lo cubre, y cogiendo su clava, librará de enemigos a la Caravaca inmortal.